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El Poder de los Hábitos

“He aquí pongo delante de vosotros camino de vida y camino de muerte” (Jer. 21:8). Qué son los hábitos Todos vivimos diariamente a través de elecciones y acciones. Desde cuando nos levantamos hasta que nos acostamos, estamos tomando decisiones y ejecutando tareas todo el tiempo. La manera en la que realizamos nuestras actividades, lo que elegimos para […]


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“He aquí pongo delante de vosotros camino de vida y camino de muerte” (Jer. 21:8).

Qué son los hábitos

Todos vivimos diariamente a través de elecciones y acciones. Desde cuando nos levantamos hasta que nos acostamos, estamos tomando decisiones y ejecutando tareas todo el tiempo. La manera en la que realizamos nuestras actividades, lo que elegimos para vestirnos, nuestra manera de peinarnos o de lavarnos los dientes, la comida y la bebida que consumimos, nuestras palabras y gestos, lo que leemos. En fin, todo se suma para formar nuestro estilo de vida.

Entre ese grupo de elecciones y acciones, algunas se destacan por un hecho interesante: son opciones que, en algún momento, salen de la rutina de pensamiento /evaluación/decisión y entran como en modo “automático” para convertirse en parte intrínseca de nuestra rutina, muchas veces sin que nos demos cuenta.

A esas acciones automáticas, repetitivas, incorporadas a nuestra rutina, y que pasan a formar parte de nosotros mismos, las llamamos hábitos. De esta manera, los hábitos son prácticas de rutina que formaron un camino en nuestra mente y que ya no depende de evaluaciones o elecciones antes de realizarlas. Forman parte de un sistema de decisión preestablecido que protege nuestros cerebros de una sobrecarga de centenas de pequeñas decisiones de vida diarias, para que podamos ahorrar energía y esfuerzo mental.

De esa manera, el cerebro “fija” cualquier hábito que desarrollemos a través de un mecanismo básico de tres etapas:

  • El estímulo, que es el evento inicial (la chispa) que dispara las acciones;
  • La rutina, que es el conjunto de las actividades;
  • La recompensa, que es la sensación de placer en la mente.

Por ejemplo, muchas personas tienen el hábito de leer antes de dormir. Cuando se acuestan (estímulo), automáticamente toman un libro para leer (rutina) y después de algunos pocos minutos de lectura experimentan una relajación (recompensa) que los conduce a un buen descanso.

Otro ejemplo, es el hábito de fumar de algunas personas. Al tomarse un café (estímulo), automáticamente sienten el deseo de encender un cigarrillo (rutina) y, después de algunas pitadas, experimentan el alivio (recompensa).

Como podemos ver, algunos hábitos nos hacen bien y otros pueden hacernos mal. Eso ocurre porque, en el aspecto biológico, nuestro cerebro no sabe evaluar si un hábito es moralmente bueno o malo, si es algo que perjudica nuestra salud o si está de acuerdo con nuestras convicciones o necesidades. El cerebro fija los hábitos sin evaluar el mérito de esta fijación. A esos hábitos que producen efectos negativos en nuestras vidas y que se mantienen y refuerzan, aunque nos perjudiquen, los llamamos vicios o adicciones.

Un ciclo de refuerzo poderoso

Un hecho extremamente interesante es que cada hábito o adicción se une a otro y forman una cadena que produce un ciclo poderos de refuerzo. Por cada hábito bueno o malo que cultivamos, ganamos fuerza e interés para otros hábitos. Van reforzándose unos a otros y le dan fuerza a la cadena como un todo. Al explicar este tema. Elena de White nos dice: “Una vez formado, el hábito es como una red de hierro. Ud. intentará luchar desesperadamente contra él, pero no podrá romperlo” (Mente, carácter y personalidad, t. 2, p. 619) y que “Una mala acción prepara el camino para otra” (Ídem, p. 622).

Por eso, como cristianos, es fundamental evaluar nuestras cadenas de hábitos e identificar cuáles tienen aspecto negativo y conducen a un resultado perjudicial mayor en conjunto. Los vicios tienen una importancia especial en este análisis, porque comienzan siendo pequeños, casi ni representan una amenaza, pero de a poco van adquiriendo una fuerza que supera a los lazos de familia, los principios de la religión y las convicciones morales.

En ese contexto, muchas personas han luchado contra los vicios y han sufrido mucho. Familias destruidas, empleos perdidos, vidas desperdiciadas. Todos comienzan con el mismo patrón de conducta: hábitos pequeños que traen otros consigo y van formando un ciclo de refuerzo que intensifica el efecto y forman una “cadena de hierro”.

Por eso, los consejos bíblicos son más actuales que nunca: “Sed sobrios, y velad; porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar” (1 Pedro 5:8); “Velad y orad, para que no entréis en tentación; el espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil” (Marcos 14:38).

Como ejemplo constante, tenemos el caso del alcohol y las drogas. Ambos comienzan con pequeñas experiencias, como una fuga a problemas emocionales que pueden estar enfrentando las personas. Se comienza con doses iniciales, para desinhibirse, para perder el miedo, para enfrentar la vida, para superar una crisis, para “estar en onda”, para mostrar valentía, para poder atravesar alguna fase de la vida o por cualquier otra razón similar. Entonces, el proceso de fijación comienza y se van sedimentando los caminos mentales. De a poco, el ciclo poderoso de refuerzo de los hábitos comienza a actuar y sin que la persona se dé cuenta, le surgen ganas casi irreprimibles de hacer algo que se ha convertido en parte de ellos mismos. De esa manera, incluso aunque sea nocivo para la persona y su familia, el consumo de esas sustancias va ocupando un espacio y una importancia cada vez mayor en la vida del individuo, y se devora todo lo que era apreciado e importante en su vida.

Patrones de conducta

“Porque cual es su pensamiento en su corazón, tal es él” (Prov. 23:7).

Nosotros somos aquello que pensamos, y los hábitos (o vicios) son simplemente un reflejo de nuestro pensamiento. Por otro lado, nuestros pensamientos son una consecuencia de nuestras elecciones y, a su vez, estas dependen de nuestro discernimiento y voluntad. Siendo así, en la medida en que tenemos la oportunidad de permitir que Dios desarrolle en nosotros el discernimiento, nuestra voluntad va siendo conducida por él (Fil. 2:13) y de a poco vamos experimentando la buena, agradable y perfecta voluntad de Dios en nuestras vidas (Rom. 12:2).

De esta manera, nuestro estilo de vida va siendo formado por nuestros patrones de conducta que son la expresión final de nuestras elecciones. Si desarrollamos buenos hábitos, vamos ganando fuerza y disposición para hábitos mejores aún. Los hábitos saludables y constructivos conducen a la persona a un estilo de vida equilibrado, decente y productivo. De la misma manera, los malos hábitos contribuyen de manera negativa a nuestros patrones de conducta y pueden incluso conducirnos a adicciones, lo que transformaría nuestra experiencia personal en un desastre, con una vida desequilibrada, inmoral e ineficiente. Los vicios conducen a una vida nada productiva, sin valor y propósito, que destruye la salud, el patrimonio y las relaciones, además de que hiere a los seres queridos y los aleja.

Estos patrones negativos de conducta son muy claros cuando vemos la vida de personas dominadas por el alcohol. Como toda adicción, el alcoholismo comienza con el hecho de que una persona no reconoce y no acepta que necesita ayuda. Siempre se cree capaz de controlar sus deseos y administrar los efectos de sus actitudes. No ve su ruina y poco a poco camina al abismo de destrucción. Primero, el alcoholismo le roba el tiempo y el dinero. Después se devora sus emociones y relaciones. Por último, le quita definitivamente la salud. En ese triste recorrido, muchas veces, el alcoholismo, la violencia, la inmoralidad van de la mano, como si fueran un trío de villanos que se infiltra en las familias para destruirlas, como agentes de Satanás.

Otra situación bastante similar es el caso de las drogas. Con un mecanismo progresivo de fuerte fijación, que lleva a un consumo cada vez más frecuente y de mayor intensidad, el uso de estas sustancias ha destrozado la vida de muchos jóvenes y muchas familias. En muchos lugares, el uso “social” de estas sustancias ya es totalmente aceptado. Las personas tienen dificultad para rechazar una experiencia inicial debido a la presión de grupo. Y como muchos quizás enfrenten dificultades emocionales, esto se convierte en una tentación muy peligrosa. Muchos jóvenes comienzan el consumo como una forma de agresión para llamar la atención de los jóvenes o alejarse de una situación que no pueden resolver. ¡Piden auxilio! Necesitan ayuda urgente, pero no saben cómo pedirla o alcanzarla. Y así, por no lograr liberarse de esa cadena de hierro que se hace cada vez más fuerte, se van enroscando cada vez más, hasta que no les queda otra alternativa desde el punto de vista humano, pues su vida ya está totalmente destruida.

Los patrones de conducta son resultado de los hábitos y comienzan a construirse muy temprano en la vida. En la primera infancia, comenzamos el proceso de aprendizaje y fijación y, a lo largo de los años, todo se va incorporando de manera definitiva a nuestras vidas. Los hábitos pequeños conducen y refuerzan a los mayores, por eso la Biblia nos dice claramente: “Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él” (Proverbios 22:6). Y por más que parezca difícil cambiar o luchar con los hábitos pequeños, la verdad es “Lo que al principio parece difícil, se vuelve fácil con la práctica” (El ministerio de curación, p. 392).

Para bien o mal

“He aquí pongo delante de vosotros camino de vida y camino de muerte” (Jer. 21:8).

Como vimos, los hábitos son poderosos inductores de los patrones que determinan nuestro estilo de vida. Los hábitos reflejan elecciones: ese es el punto central. Y nuestras elecciones determinan quiénes somos, o sea, reflejan nuestra realidad. Es por eso que nuestros hábitos nos llevan para bien o para mal, de acuerdo con las elecciones que hacemos.

Dios pone delante de nosotros una de las mayores dádivas que le puede dar al ser humano: la libertad de elección. Sin embargo, la libertad trae consigo responsabilidad. Cuando tenemos libertad para elegir, también tenemos la responsabilidad de soportar las consecuencias de aquello que elegimos. Precisamente por eso debemos hacer las mejores elecciones y así construir buenos hábitos para tener éxito en la vida, disfrutando de la plenitud de las bendiciones de Dios.

Para que podamos entender claramente las consecuencias de nuestras elecciones y podamos construir un estilo de vida que esté en armonía con la voluntad de Dios, necesitamos discernimiento (Proverbios 3). La sabiduría que viene de Dios nos enriquece la mente para que podamos ver con total claridad la construcción de nuestros hábitos y cómo estos afectan nuestra vida. A esa visión clara que se manifiesta en nuestra vida la llamamos integridad. Ser íntegro es mantener un estilo de vida que comprende y equilibra las tres dimensiones de nuestra existencia: mente, cuerpo y espíritu.

Los hábitos tienen una influencia poderosa para bien o para mal. Dependen exclusivamente de nuestras elecciones. Los hábitos son bendiciones de Dios cuando son la consecuencia de una vida consagrada que descansa en la sabiduría que proviene de lo alto. Sin embargo, pueden ser también una gran maldición que arrastra a las personas a un abismo, cuando son consecuencia de una mente que no aprendió a escuchar la voz de Dios.

Hacer las mejores elecciones

“No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta” (Rom. 12:2).

Hacer las mejores elecciones tiene que ver con prioridades. Por eso debemos priorizar las cosas que son prioritarias. El tiempo es el mismo para todos y lo único sobre lo cual somos iguales. La diferencia está en el uso que hacemos de ese tiempo. Las cosas prioritarias son aquellas que son más importantes en ese momento. Eso no quiere decir que las demás cosas no son importantes o necesarias, sino que exigen más atención en aquel contexto específico.

Cuando nos referimos a vencer malos hábitos o incluso algún vicio, tenemos que pensar en un cambio: cambio de mente, cambio de hábitos, cambio de actitud. Esa es la prioridad. Y todo ese proceso comienza si cultivamos pequeños buenos hábitos, si creamos un ciclo de refuerzo positivo que, poco a poco, va creciendo y se fortalece al punto de competir o substituir el ciclo anterior que ocupaba mucho espacio en nuestra vida. De esa manera, poco a poco, lo que es bueno va tomando el lugar de lo malo, y lo nocivo cada vez va teniendo cada vez menos fuerza e influencia en nosotros.

De esa manera, el proceso del cambio comienza en la mente: “Por lo demás, hermanos, todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay virtud alguna, si algo digno de alabanza, en esto pensad” (Filipenses 4:8). Pensar en cosas buenas, ocupar la mente con lo que es santo, pasar tiempo en las cosas de Dios, leer, estudiar y meditar en la Biblia son actitudes que barren de nuestra mente los pensamientos negativos que alimentan los malos hábitos y dan comienzo al proceso de cambio.

Veamos algunas actitudes que pueden contribuir a la construcción de ciclos positivos de hábitos que nos pueden ayudar a superar vicios o malos hábitos:

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Todas estas cosas juntas se suman, van formando una cadena inmensa y fuerte de sentimientos positivos que comienzan a formar parte de nuestra vida y van construyendo una nueva perspectiva.

Vida nueva

“yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (Juan 10:10). El plan de Dios para el ser humano no es la mera existencia. Es una vida rica, abundante, plena; una vida con sentido y propósito; una vida feliz, no en el sentido humano de la palabra, sino en el sentido divino: la felicidad es la expresión del amor de Dios en nuestras vidas.

Ser feliz, en este mundo de pecado, no significa no tener problemas o no enfrentar dificultades.

No significa que seremos amados o admirados por todos. No significa que estamos inmunes a los accidentes o las fatalidades. En realidad, ser feliz significa tener una postura de equilibrio y bienestar interior que nos hace atravesar todo eso con una sensación de paz en el corazón. Un sentimiento de protección y cuidado que, incluso frente a adversidades y dificultades, nos hace sentir protegidos. Un estado de tranquilidad en el alma que permanece, incluso cuando todo a nuestro alrededor está en turbulencia.

Por eso, dentro de la visión de integridad cristiana, desarrollar buenos hábitos es la mejor manera que tenemos de acercarnos al ideal de Dios para nosotros. Es un proceso gradual, progresivo e individual. Paso a paso, vamos ganando fuerzas e interés en las cosas de Dios y nos libramos de las debilidades de este mundo hasta que llegamos a hacer nuestras las palabras de Salomón: “Mas la senda de los justos es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto” (Prov. 4:18).

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