La violencia está tanto en las calles como dentro de nuestras casas. Tanto en los países del primer mundo como en las naciones en desarrollo, en las clases sociales más acomodadas como entre las áreas más pobres de la población, los crecientes números de violencia doméstica despiertan en las personas la necesidad de un debate más amplio y acciones conjuntas, incluyendo al poder público, las organizaciones no gubernamentales, entidades religiosas y otras instituciones preocupadas en revertir el diagnóstico.
Las estadísticas divulgadas en las últimas décadas llaman la atención especialmente sobre la ola de agresión que alcanza a niños, enfermos, y especialmente a las mujeres. El relevamiento de datos más actualizado acerca del Mapa de la Violencia, divulgado en 2012, colocó al Brasil en la séptima posición en la lista de las 84 naciones con mayor índice de homicidios de mujeres –en la primera posición aparece El Salvador–. Solamente en 2010, fueron registrados 4.465 casos de homicidios femeninos.
Sin embargo, los asesinatos en razón del género son apenas la punta del iceberg. Es preciso considerar que la violencia doméstica se manifiesta de diferentes maneras. La Ley Maria da Penha, que ya ha sido considerada por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) una de las tres legislaciones más avanzadas del mundo en esta área, identifica cinco tipos de violencia contra la mujer: física, psicológica, sexual, patrimonial y moral (entienda a cada una de estas analizando el cuadro de la página 29).
De acuerdo con la recolección de datos de la Secretaría de Políticas para las Mujeres de la Presidencia de la República del Brasil, publicada en marzo de 2015, la mayoría de las denuncias recibidas en 2014, por intermedio del teléfono 180 –servicio que fuera creado en 2005 con el objetivo de orientar y encaminar a las víctimas para su atención judicial y policial–, fue de agresiones físicas. De los 52.957 relatos, 27.369 (51,98%) provienen de mujeres agredidas con puñetazos, bofetadas, patadas, mordidas y quemaduras.
Marcas de la violencia
La fisioterapeuta Cristina Lopes Afonso, de 49 años, ya forma parte de estas estadísticas. Las cicatrices que ella acarrea en su cuerpo son una marca permanente de los daños que sufrió a mediados de la década de 1980. En esa época, Cristina era una joven profesora de Educación Física recién recibida por la Universidad Federal de Paraná (UFPR) y con perspectivas de un futuro promisorio. Había sido admitida en un programa de Maestría en Alemania y estaba determinada a aprovechar esa oportunidad. Por ese entonces, no imaginaba que su novio sería capaz de impedírselo.
Las manifestaciones de violencia comenzaron con chantajes emocionales. “Él no quería que yo hablara con otras personas, conducía a alta velocidad para intimidarme, me prohibía ir a determinados lugares. Y lo peor: acomodaba las situaciones de una manera en que yo no veía aquello como violencia. Cuando no hay agresión física, la tendencia es que muchas mujeres no entiendan a la violencia emocional como una forma de agresión”, declara. Sin embargo, poco tiempo después, la violencia psicológica dio lugar a la agresión física.
El día 6 de febrero de 1986, en el departamento en que vivía, Cristina fue víctima de un crimen que conmovió al Brasil y repercutió en la prensa nacional e internacional. El novio tiró alcohol sobre ella y luego le prendió fuego a la joven, que tuvo el 85% de su cuerpo quemado. Contrariando todos los pronósticos, ella sobrevivió. Sin embargo tuvo que enfrentar 24 cirugías plásticas.
La historia de Cristina Lopes Afonso se volvió una lucha por los derechos de la mujer en el Brasil. “Fui el primer caso de tentativa de homicidio donde la víctima permaneció viva, y en el que el acusado fue juzgado en un Juicio por Jurados, recibiendo una condena ejemplar”, afirma al recordar que en 1989, en un juicio histórico, el agresor fue condenado a trece años y diez meses de prisión.
Cristina cuenta que el médico era un alcohólico y que al beber, cambiaba completamente su comportamiento. De hecho, de acuerdo a cómo lo demuestran diversos estudios, la violencia doméstica camina de la mano con el uso de las bebidas alcohólicas y de otros estupefacientes. “Toda droga que desinhibe el comportamiento, por ejemplo el alcohol, la cocaína, el crack y las anfetaminas, libera impulsos y facilita la violencia”, explica Maria Angélica Monteiro, psicóloga y coordinadora del curso de posgrado en Psicología Hospitalaria del Centro Universitario Adventista de San Pablo (UNASP) campus San Pablo, en el Brasil.
Se trata de un círculo vicioso que se retroalimenta: las drogas impulsan la violencia, la cual, a su vez, puede generar nuevos dependientes químicos. Esto es lo que muestran los datos de acuerdo con el Censo Nacional de Política Públicas sobre Alcohol y Otras Drogas (LENARD), coordinado por la Universidad Federal de San Pablo (UNIFESP). De acuerdo con la investigación, las criaturas expuestas a la violencia doméstica tienen más posibilidades de convertirse en consumidores de drogas en la vida adulta. “Se observa, por ejemplo, que más de la mitad de los adictos a la cocaína, y más de un tercio de los adictos a la marihuana fueron víctimas de abuso infantil”, nos dice el informe.
De esta manera, enfrentar la cuestión de la dependencia de las drogas, también es un paso esencial para romper el círculo vicioso de la violencia doméstica. Sin embargo esta tarea demanda reflexionar sobre el hecho de que las agresiones practicadas bajo el efecto de sustancias todavía son consideradas por la sociedad – y, a veces, también por las víctimas – como aceptables.